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Cada cosa debe caer en su lugar

05/05/2020
Cada cosa debe caer en su lugar

Recuerdo hace mucho que estaba en la playa, cerquita de la orilla. El mar estaba algo agitado, pero no lo suficiente como para no ver con el fondo de arena que emerge cuando el agua retrocede. Al lado mío había un papá con su hijo, el cual removía la arena con los dedos de sus pies. Le hacía gracia crear torbellinos, y cuanto más espesos se hacían, más feliz se volvía el niño…

 


El padre le dijo en un momento: "Deja a la arena en paz, hijo, que cada cosa debe caer en su lugar". Y pensé en Aristóteles, cuando defendió que cada elemento natural debía ocupar el lugar que le era propio; y también en Platón, cuando propuso que cada individuo debía ejercer la función en la vida para la que había nacido. Según los dos filósofos griegos, y según el padre que tenía al lado, todo a nuestro alrededor, incluidos nosotros, poseemos un estado que nos es propio, e intentar modificarlo supone modificar cualquier estado del ser, aunque pensemos estar peleando únicamente por el nuestro. Ahora bien, ¿qué ocurre realmente?
Si estableciéramos la línea del tiempo que ocupa nuestra vida dentro de la linealidad del tiempo universal, probablemente ese punto insignificante vendría a ser parecido a un grano de arena suspendido sobre la superficie de un mar revuelto. Hoy día existe, al menos entre las generaciones más jóvenes, un estado de agitación permanente, casi pulsional. Nuestros ojos se mueven de lado a lado con velocidad creciente, pero viendo menos, y escuchamos infinidad de información dejando entrar en el salón de la conciencia una parte ínfima de toda ella. Sentimos poco porque creemos que empatizar supone colocarse en los zapatos del otro con nuestros propios pies, cuando lo ideal sería colocarnos en nuestros propios zapatos con los pies del otro, para ver la diferencia de tamaño, las incomodidades y las heridas que nacen cuando el medio no se adecúa a nosotros y viceversa. ¿Qué hacer? Pues mudarnos de medio, y aunque resulte inverosímil pensarlo, nos mudamos de pies, de piel, de espíritu y de naturaleza.
Desacreditamos las ideas, aceptamos que la empresa de turno nos diga que no se ajustan a lo que el entorno pide hoy día, y por ende que no son útiles o valiosas. Y nos vamos a casa con la cola entre las piernas, sospechando que este nuestro mundo no es nuestro, que nuestra época es la que ya pasó, o la que tendrá lugar cuando nuestra propia naturaleza no nos permita seguir en pie. Entonces sucede la catástrofe natural más grande jamás contada: perdemos el equilibrio entre lo que el mundo nos exige ser y lo que somos.
Abraham Maslow tenía un amigo -del que ahora no recuerdo su nombre- que, al preguntarle si había encontrado al eslabón perdido, respondió "sí, por supuesto, lo hemos tenido frente a nosotros todo este tiempo y no nos hemos percatado: somos nosotros". Creemos ser la parte de la evolución más avanzada solo porque el presente es esa medida del tiempo que nos indica que tras él solo hay especulación. Creo que no es así. Quizás habría que tomarse la vida y la época que nos ha tocado vivir como ese tránsito hacia un horizonte que, al conquistarlo, nos muestre uno mayor, y así sucesivamente hasta que el sol se apague. En la pirámide de Maslow, en lo alto dibujó una palabra hermosa y desconocida: autorrealización. Hace tiempo compartía en el aula de 6to año una reflexión de cómo lograr la autorrealización. La mayoría coincidía que desapegándose de todo aquello que les impidiese ser ellos mismos era la manera más acertada y eficaz. Es curioso porque tomaban esa palabra hermosa que definió Maslow de un modo equivocado. Autorrealizarse no es pensar en uno mismo solamente, ni en ser egoísta solamente, sino en encontrar la proporción adecuada entre egoísmo y altruismo.
Las condiciones materiales predominan en el orden de prioridades en nuestra escala de objetivos, de modo que si hemos de renunciar a nuestras ideas y aspiraciones por encontrar en primer lugar aquello que me iguale a los demás, lo hacemos. Y hay manifestaciones que piden democracia real, y que dicen que esto no es una democracia ni hay libertad, sino que todo es una dictadura que respira fuera de nosotros, cuando realmente quien dicta cada paso que damos a diario somos nosotros, pequeños dictadores ególatras e hipócritamente solidarios. Todo esto está muy bien, pero, al estilo kantiano, ¿qué puedo hacer?
Me acuerdo que un tal Marx hablaba de la alienación. Por entonces la alienación era puramente económica, incluso en un segundo nivel podríamos considerar la alienación ideológica y religiosa. Que la alienación sea económica suponía que era el trabajo el instrumento de alienación. Pero ¿qué es la alienación? Simplemente un distanciamiento entre lo que uno produce y lo que uno es. Si yo soy escritor y produzco teléfonos móviles, y todos los santos días me encaro con clientes insatisfechos por la velocidad y la capacidad de almacenamiento de sus aparatos, lo que ahí sucede es una alienación de acá a la china (pero con barbijo y distancia por favor). El extrañamiento que provoca entender que el tiempo de nuestra vida se dedica a lo que no somos nosotros, permite entender aquello que dijo el amigo de Maslow. La falta de conciencia, la elocuente falta de conciencia sobre en qué consiste nuestra vida, la preocupante desidia que nos provoca tener que reflexionar sobre cuestiones que curiosamente nos harían más libres y más como queremos ser, son las dos grandes características del estado de bienestar. Pero es que el mundo es así, esto es todo lo que hay, el tiempo camina veloz y hay que aceptarlo…
De todo lo dicho, que forma parte de la ignorancia popular, solo se debe estar de acuerdo en lo último: hay que aceptarlo. Hay que aceptar que el mundo es así, aceptar la guerra, aceptar la época, los gobiernos… (cabe aquí aclarar que aceptar no significa estar de acuerdo o creer que es la única salida o posibilidad. Simplemente es una cuestión epistemológica para ratificar que las cosas son asi, se dan en una realidad y un tiempo determinado. No quiere decir que este autor esté de acuerdo que ello pase o adhiera). Porque en eso consiste evolucionar, en partir de un principio de realidad. ¿Por qué? Porque es la base sobre la que se levantan todos los cimientos de la vida, como la arena del niño que remolonea en la orilla de la playa. Hay dos formas de construir la vida: preguntándose desde uno mismo hasta lograr respuestas totalmente personales, o asumir las respuestas de otros que nos vayamos encontrando. Podemos, o bien invertir el tiempo, lo que para muchos es perderlo, en entender qué pregunta me estoy haciendo y en consecuencia qué tipo de respuesta busco (eso, mis queridos amigos y amigas, es la filosofia…), o bien experimentar siendo guiado por el entorno hasta encontrar algo que me agrade.
Las construcciones que ha realizado el ser humano a lo largo del tiempo son asombrosas, pero va siendo hora de construir dentro, y para ello se reivindica un proceso de deconstrucción. No somos nada en el tiempo, y apenas somos una pestaña más en la línea evolutiva con respecto a los tipos que andaban por el campo con flechas en busca de comida. Conservamos la herencia cerebral de aquellos y la parte nueva de nuestro cerebro es muy nueva, muy escasa y muy desconocida. El terreno de conquista es interno, el conocimiento prioritario es interno, los secretos de Dios son internos y las ecuaciones del futuro son plenamente internas porque al menos ahí, en esa parte lustrosa y virgen de nuestro cerebro, es donde nacerán las preguntas.
Por cierto, el niño de la playa le preguntó a su padre por qué no podía atrapar el agua entre las manos. El padre sonrió, se acercó al hijo y le dijo: "Esto es como la verdad o la realidad: lo más que se puede hacer es dejarla estar y contemplarla. Solo así podremos entenderla. Esa es su naturaleza y su lugar propio en el Universo".

www.elpais.es 22 de abril de 2020

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